jueves, 17 de abril de 2008

Las mujeres y los zapatos

“...te regalaría las estrellas
pero te has empecinado
en un par de zapatos...”

“El mayor de mis defectos”
Roberto Fontanarrosa
,


Usted estará de acuerdo conmigo que nadie hasta ahora podido explicar el origen de la irrefrenable pasión de algunas mujeres por los zapatos: Usted seguramente se habrá enterado de que alguna mujer muy famosa de la televisión ha llegado a tener más de trescientos cincuenta pares, lo que casi le permitiría ponerse unos distintos cada día del año sin repetir ninguno, aunque ni usted, ni yo ni nadie entienda cuál sería la ventaja de semejante performance.

Pero más allá de este despropósito, pares más, pares menos, ninguna se resiste a comprar unos nuevos si el bolsillo se lo permite o si el marido aún no le hizo cirugía plástica (entiéndase por esto que el consorte, harto de las liquidaciones astronómicas de su tarjeta de crédito, le cortó con unas tijeras la extensión que le había otorgado).

Mire amigo, usted como hombre ya habrá advertido que ellas compran zapatos cuando se sienten pletóricas de energía y buena onda o, por el contrario, cuando el mundo les parece miserable y todo amenaza volverse horrible. También cuando están aburridas, o cuando tienen dudas metafísicas o cuando no pudieron con el último libro de Chopra o de Paulo Cohelo.

Y compran, en fin, cada vez que pasan por una vidriera donde exhiben modelos que creen son de última onda aunque al llegar a sus casas, descubran que los que acaban de comprar, son casi iguales a los que compraron en un shopping hace tres meses. Pero no les importa.

Es que la pasión de algunas mujeres por los zapatos tiene algo de místico, ¿se dio cuenta?; es casi como una religión. Nunca se desprenden de los zapatos que ya no usan, nadie ha visto jamás a una mujer tirar sus zapatos viejos. Los guardan con tanto cariño como si con ellos hubieran vivido hechos tan trascendentes como la caída del muro de Berlín o la firma del tratado de Yalta.

La relación de estas mujeres con sus zapatos viejos es verdaderamente sorprendente. Los guardan con cariño y los usan a diario para sus tareas domésticas pues, a fuerza de conocidos, jamás les producen molestias o esos dolores tan propios de los zapatos nuevos. Pero jamás se ocupan de ellos. Ni siquiera los limpian. Simplemente los tienen ahí. A mano para baldear el patio o simplemente para chancletear ruidosamente por toda la casa.

Y he aquí la característica más extraña de esa relación: Estas mujeres establecen un paralelo muy estricto entre sus zapatos viejos y sus maridos. Ambos son confiables. Y cómodos. También están exentos de sorpresas. Pero ésa es la verdadera raíz del problema.

Sé por qué lo digo...como a tantos hombres poco avisados, a mí también me sucedió...Mi amada esposa (la quinta) de la noche a la mañana comenzó a mostrar señales (al principio sutiles) de que se aburría soberanamente en nuestro matrimonio.

Si un sábado a la noche salía a comprarse cigarrillos en el quiosco de la esquina, invariablemente volvía con una mirada entre nostálgica y apesadumbrada. Y no podía evitar hacerme algún comentario acerca de los chicos que iban a la disco o a alguna fiesta...Seguía el recuerdo (siempre mejorado por efectos de la melancolía) de las hermosas fiestas a las que concurría en su adolescencia y reflexiones del tipo de “que jodido es crecer y perderse esas cosas tan lindas”. ¿Le resulta familiar el tema?

Entonces usted sabe que el proceso de demolición matrimonial se inicia cuando las mujeres como la mía, quizás también como la suya, comienzan a imaginar que fuera del matrimonio hay un mundo maravilloso que las está esperando. Un mundo que seguramente será una verdadera fiesta.

Y es entonces cuando comienzan a pensar que necesitan salir de compras porque... ¿quién querría ir a una fiesta con sus zapatos viejos? Mi mujer seguramente no. Y por la cara que pone, la suya tampoco.

Después de algunas dudas, la condición femenina se impuso y mi mujer salió alegre a conseguirse un nuevo par de zapatos y, por las mismas razones, un nuevo marido.

Claro que no tardó mucho en descubrir que el mundo ése que imaginó, de maravilloso no tiene nada y, lo que es peor, nadie la estaba esperando. Pero no le importó demasiado, confía en que el ciclo volverá a comenzar. Y tal vez así sea.

Hasta que los años la convenzan que siempre serán mejores para la vida real, aquellos zapatos que ya no las hacen sufrir.

Pero casi seguro será tarde.

lunes, 14 de abril de 2008

Las mujeres, las jirafas y el amor

"...de las aves que vuelan
me gusta el chancho
porque vuela bajito
y no caga el rancho"
Canción popular


La verdad, amigo, es que sin ser un experto en mujeres desde mi adolescencia supe que a algunas de ellas les encantan los escritores, los poetas, los músicos y a veces, los actores. Para ellas no existe hombre más misterioso y seductor que el que puede exhibir cierta facilidad de palabra o maneja con soltura su gestualidad facial. Ese fue el verdadero motivo por el que me dediqué a este oficio palabresco. Como usted puede apreciar, soy plenamente consciente de mi fealdad y mi escaso atractivo y tal vez por eso procuré cultivar concienzudamente mi formación literaria y, sin pecar de falsa modestia, con bastantes buenos resultados en el campo de las relaciones con el otro sexo. Insisto, ciertas mujeres pierden los calzones por los tipos que se dedican a la cultura en cualquiera de sus variantes. Yo sé por qué se lo digo, cuando le echan el ojo a un escritor o poeta o cantautor, aunque sea un ilustre desconocido, no se detienen hasta hacerse con él.

Sobre todo si el candidato tiene la edad suficiente como para haber acumulado cierta experiencia de vida. A ellas esta combinación les resulta irresistible. Al menos en un primer momento.

Y no vaya a creer que esto que le cuento es producto del resentimiento o de la frustración, para que usted juzgue paso a relatarle mi propia experiencia con una de estas féminas encantadoras, nada tímidas y sí que poco confiables.

Digamos que se llamaba Denisse y nos conocimos en casa de una amiga común que tenía la manía de intercalar su profesión de socióloga con la de escritora de literatura erótica, actividades de las que no me atrevería a decir en cuál le iba peor.

Denisse por su parte, era arquitecta aunque se ganaba la vida fabricando sahumerios o haciendo cartas natales a señoras decepcionadas de la vida y sobre todo de los hombres. Seguramente usted habrá conocido mujeres que parecen vivir en un mundo inexistente. Mujeres que no saben distinguir lo que es de lo que ellas quisieran que fuese.

Durante unos meses todo pareció marchar con buenos vientos y nos sentíamos como dos adolescentes viviendo un amor de película. Ella no paraba de decirme lo interesante que yo le resultaba como hombre, que cuánto mundo tenía y que le fascinaban mis historias de vida y todo eso.

De a poco me fue presentando algunas amigas, No, no se equivoque, la más linda de ellas podía competir con chances por el título de Miss Horror Siglo XXI. Aunque debo confesar que me sirvieron para valorar más los escasos atributos de Denisse.

Cuando la comparaba con ellas me sentía afortunado.

Ella no escatimaba elogios y halagos en público o en privado, aunque mucho más en público, acerca de mis condiciones de escritor y de periodista. Me pedía constantemente que le leyera lo último que hubiera escrito y hasta me pedía copias para mostrárselas vaya a saberse a quién.

Claro que no tardaron en aparecer algunas nubes que ensombrecieron algo esa primavera emocional: ella insistía en que fuera a vivir a su casa, un bello departamento en zona norte de la capital, y yo trataba de zafar como podía porque, después de cinco matrimonios fallidos, confieso que la idea me aterraba un poco y pues mi vida ya era lo suficientemente complicada sin necesidad de complicarla aún más en esa aventura.

Pero al fin me dejé convencer...por razones que no vale la pena explicar aquí, fui a vivir a su casa. ¿Que si no me da vergüenza haber claudicado? Sólo un poco. Piense que los hombres que nos dedicamos a esta profesión marginal y mal paga, difícilmente somos eficaces a la hora de acumular dinero y comprar, por ejemplo, vivienda propia o un automóvil, por lo que terminamos cediendo (no sin cierto alivio) al requerimiento de mujeres como Denisse, que gustan exhibirse como poseedoras de hombres poco convencionales.

Por eso suelen llevarnos a sus casas, tal vez con la ilusión de tenernos a su entera disposición, como si fuéramos un elemento más de confort. Es lo que me sucedió con mi arquitecta, en la que tenía puestas, debo confesarlo, algunas expectativas.

Durante un tiempo, ella se enorgullecía de la presa conseguida y aprovechaba cualquier acontecimiento, importante o banal, para organizar reuniones en su casa y mostrarme a sus amistades como el raro ejemplar que ha conseguido gracias a su decisión y a sus virtudes, ya que no a su belleza.

Les hablaba de las cosas importantes que yo escribía y de las maravillosas canciones que había escrito un tiempo atrás y que alguna vez le escribiría una a ella y que sería muy exitosa...

Me abrumaba con elogios y con mimos delante de los invitados y yo queda así transformado en una suerte de jirafa en el zoológico; todos me admiraban, todos me encontraban interesante y, gracias a su calculada campaña respecto de mi vida anterior a ella, hasta misterioso.

Es claro que en este entorno yo les resultaba un bicho raro y todos esperaban que hiciera alguna morisqueta que justificara tanta admiración; que recitara de memoria un poema o que me mandara de corrido y en inglés un fragmento de Rey Lear, o les contara el argumento de las novelas que aún no escribí (ni pienso escribir jamás, lo aclaro).

Puesto así en una suerte de víctima de la curiosidad femenina, yo sólo esperaba que se fueran las invitadas (siempre eran mujeres de más de cincuenta y a cuál más fea) para intentar volver a una vida más o menos normal. Pero, si al retirarse, éstas hubieran tenido la maldita ocurrencia de deslizar algún otro comentario elogioso acerca de mi “atractiva personalidad”, Denisse se consideraba feliz y este sufrido varón, que alguna vez creyó que su condición de hombre de letras alcanzaba para lograr la felicidad doméstica, recibía a la mañana siguiente, una dosis extra de amor y, tal vez, de sexo si es que la ingesta alcohólica de la noche anterior se lo permitía.

Pero todo el romance acabó cuando, al cabo de un tiempo, esa deliciosa mujercita comprendió por fin que no existe cosa más incómoda y disfuncional para una vida “normal” que tener una jirafa en el living de su coqueto departamento.

Fue cuando puso mis cosas en la puerta y con aire compungido me dijo “Somos muy distintos, esto no funciona...yo traté, pero no encontré la manera...perdoname...igual quiero que sepas que fuiste el mejor hombre que pasó por mi vida...”.

El próximo seguramente será un contador público, un arquitecto o un enfermero y, conditio sine quanon, cualquiera que fuere su ocupación, deberá tener coche y gustarle los perros.

Tampoco debe descartarse que tenga alguna inquietud metafísica o, al menos, que pueda compartir con ella la lectura del horóscopo del diario Clarín los días domingo en alguna confitería de Palermo Hollywood.