martes, 27 de enero de 2009

Ocaso

Luminosa juventud
te desvaneces.

Todo el furor de la sangre
acostumbrada
a golpear contra la fatalidad
deviene ahora
serenidad y calma.

Sólo de vez en cuando
un rostro
de muchacha, pálido
y delgado, acontece
sobre la tarde
para encender de nostalgia
esta vieja armadura
de tristezas.

Qué castigo sutil, que ilimitada
eficacia
la de la memoria
que no renuncia al deseo
ni se enfrenta a él.

Espejo implacable, el tiempo
acecha desde lo evanescente
de la carne.

Me marchito en mi caparazón
de recuerdos
como una tortuga milenaria
cargando sobre la espalda
el peso de infinitas ausencias.

La palabra, esa gran excusa
de la vejez,
resulta el único consuelo
en este tramo final.

¿Dónde quedó la alegría?